jueves, 2 de febrero de 2012

CAPÍTULO V: PROGRESOS

Alguien llamó a la puerta. Marc alejó la vista de la ventana y se volvió para ver quien entraba. Le sorprendió ver a una enfermera.
-  Buenos días, señor Fernández - dijo, con voz melodiosa. La examinó. Tenía un impresionante tono pelirrojo en el cabello y unos ojos oscuros y penetrantes. La tez blanca estaba cubierta de pecas que se esparcían por toda la cara. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo que caía sus hombros, cubiertos con una bata blanca e impoluta. Marc sonrió de nuevo.
-  Buenos días - respondió.
-  Me llamo Verónica, he sido su enfermera mientras estaba inconsciente - la mujer carraspeó. No debía de ser muy mayor, tendría unos 27 años -. Me han informado en recepción de que ya puede darse de alta en el hospital.
-  De acuerdo. ¿Cuándo puedo irme? - preguntó Marc.
-  Si le parece bien, esta misma tarde - respondió Verónica. Le clavó sus ojos de aguilucho.
-  De acuerdo - repitió Marc. - Oiga, ¿por qué me trata de usted?
La mujer sonrió.
-  Por la misma razón por la que me llama de usted también - replicó, serena.
Marc, perplejo, parpadeó un par de veces y se atrevió a preguntar:
-  ¿Y cuál es esa razón?
Verónica ladeó la cabeza y caminó hacia la puerta. Antes de abrirla, ante la sorprendida mirada de Marc, contestó:
-  Porque es el protocolo - hizo una breve pausa -. Y porque estamos en igualdad de condiciones. - Le guiñó el ojo y salió del cuarto.
Marc se quedó pensativo un momento, de pie junto a la ventana, y dirigió su mirada al lavabo. Tenía que ir con urgencia.


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Diana volvió la cabeza y miró por la ventanilla. Llevaba un mal humor encima que no la dejaba pensar.
-  ¿Por qué te quedas callada? - inquirió una voz junto a ella. Diana gruñó algo incomprensible y, sin dirigirle una sola mirada a su acompañante, metió la mano en el bolsillo de su vaquero para sacar el móvil. Sus dedos se toparon con él, pero algo duro y frío le devolvió el contacto. Diana se estremeció. ¿De dónde leches había sacado su hermana aquello? Debía haberlo cogido de casa, pensó, pero ¿para qué lo quería?.
Se volvió con brusquedad y miró a Elena fijamente.
-  Elena, ¿adónde me llevas? - preguntó, con tono desenfadado.
La mujer sonrió por debajo de la nariz.
-  Bueno, estamos en Navidad, ¿no? - su voz tenía un deje de burla - Bueno, pues volvemos a casa. Volvemos a casa por Navidad.
Diana se quedó boquiabierta.
-  ¿Vas a llevarme a casa? ¡¿Estás loca?! - gritó. Elena silbó.
-  Calma, pequeña salvaje - sonrió -. Seguro que papá estará encantado de conocerte - dijo la palabra papá como si fuera el nombre de un juguete que anuncian por la tele: con voz nasal.  Diana suspiró.
-  Déjalo, ¿quieres? No quiero ver a nadie. Y menos a papá - rió con amargura-. Claro que verte a ti me ha hecho perder las ganas de ´´volver a casa por Navidad``. Sólo quiero ver si Ruth está bien y largarme de aquí. De hecho, ya tengo trabajo y un apartamento. Dios mío, ¿qué hago yo aquí, en tu coche, CONTIGO? - siguió pensando en voz alta - ¡No te he visto en cuatro malditos años y estamos hablando de volver a cenar con la familia, como si no hubiera pasado nada! ¡Y ese hombre con el que está saliendo mamá, ni siquiera es mi padre! ¿Sabes qué? Que no puedo. Para el coche, Elena. Voy a bajarme - Elena abrió mucho los ojos, pero no dijo nada. Encontró un hueco en medio de la autopista y aparcó ahí. Diana abrió la puerta y salió, con energía. Antes de dar media vuelta para adentrarse en una búsqueda de un coche la pudiera llevar, Elena bajó la ventanilla de la puerta del copiloto y le dijo:
-  Ya veremos lo que dices mañana, después de haber estado todo el día buscando un coche que te lleve a casita. Que pases buen día, cielo - dijo, con voz melodiosa aposta. Rió, bajó la ventanilla, arrancó y se perdió en la boina gris que cubría la superficie de Madrid.

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