Después de un largo rato, se separaron, sobresaltados por el sonido amortiguado de un móvil. Diana se lo sacó del bolsillo del vaquero y observó la pantalla. Oprimió el botón verde y se llevó el aparato al oído.
- ¿Diga? - dijo, con una leve irritación. Parecía tener ganas de gritar cuando dijo:- Te dije que no me llamases más. No quiero que...- calló, con la mirada perdida - ¿Cómo dices? - el interlocutor invisible le dijo algo que no pareció agradarla demasiado. Su mirada se ensombreció. Cuando quiso darse cuenta, se había levantado y daba vueltas por la habitación como una bestia enjaulada. - ¡¿Que Ruth ha hecho qué?! - casi chilló. Nueva pausa y murmullos en el auricular -. Enseguida estoy ahí, dame 5 minutos. - Colgó al instante. Marc le dirigió una mirada interrogante, que la había estado observando.
- ¿Qué ocurre? - preguntó.
Diana vaciló. Finalmente, dijo:
- Me acaba de llamar...una persona - informó, incómoda -. Mi hermana pequeña ha desaparecido. No aparece en casa desde ayer.
- ¿Se llama...Ruth, tu hermana? - inquirió Marc.
- Sí - contestó Diana.
Hubo un breve silencio, sólo roto por el crujido del abrigo que se estaba poniendo Diana. Marc tuvo que ayudarla a pasar el brazo por la manga de la parka y a abrocharse la cremallera. Una vez bien abrigada, Diana le hizo un leve gesto con la mano.
- Mañana vuelvo - le aseguró.
Marc sonrió y le dijo adiós con la mano. Cuando Diana cerró la puerta tras de sí, Marc no pudo evitar acercarse a la ventana de la habitación y mirar afuera. Reconoció la ligera figura de la chica y el revoloteo de su pelo negro salir del edificio y avanzar hasta un Peugeot azul. El coche arrancó un momento después y desapareció del hospital. Marc dirigió una última mirada al horizonte. Sacudió la cabeza y sonrió para sí.
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Diana corrió por los pasillos del hospital, hasta que llegó a la entrada y divisó un coche azul en la entrada del edificio. Paró en seco. No se hablaba con ella desde hacía años, y aún así iba a subir a su coche. Se armó de valor y detrminación y salió a la calle. Un viento gélido le acarició el rostro y revolvió su cabello. Apretó el paso. Se acercó titubeando al coche, lo rodeó y se subió por el lado del copiloto. Cerró la puerta giró la cabeza. Una chica de unos 25 años le sonreía de manera siniestra. Tenía la nariz recta, los pómulos altos, una piel blanca y perfecta y unos ojos enormes y verdosos. Llevaba el cabello oscuro recogido en un moño medio deshecho en la coronilla.
- Elena - murmuró Diana, a modo de saludo.
- Hermanita - contestó la mujer, burlona.
- Vayamos al grano y apartemos las minucias a un lado - le espetó la chica -. ¿Cómo sabes que Ruth no ha vuelto a casa?
La mujer miró al frente y puso el coche en marcha.
- Me llamó mamá - respondió, con voz impersonal y áspera. Sin alejar la mirada del parabrisas, siguió hablando-. Dice que discutió con ella ayer y Ruth cogió una chaqueta y se largó de casa. No fue a dormir a casa y hoy no ha ido al instituto - añadió con indiferencia. Diana la miró con los ojos entrecerrados, llenos de odio.
- Es tu hermana, Elena, no sólo una mancha en el suelo - replicó la joven -. Y la tratas como si fuera un grano en tu impoluta y desagradable cara. - La miró con frialdad. Pero Elena sonrió con desdén y cambió de marcha sin dejar de mirar al frente.
- Sigues igual que hace cuatro años, querida - dijo -. Yo que tú no me insultaría. Recuerda que puedo parar el coche en medio de una autopista y tú solita tendrías que ir a buscar a esa niñata de Ruth - dijo el nombre con desagrado, casi con asco. Diana la miró boquiabierta. Contuvo su mano, que había salido disparada a la mejilla de Elena. Pero ganas no le faltaban.
- Veo que has estado llorando - comentó Elena. Diana no se inmutó -. Pásame la cajetilla de cigarros. Está en la guantera. - Diana abrió la guantera con cuidado y revisó el interior. Cogió la cajetilla de Camell y sus dedos se toparon con algo duro y frío. Se le cayó el alma a los pies cuando supo lo que era. Con cuidado, para que Elena no la viera, lo cogió como si fuera una reliquia y se lo guardó rápidamente en el bolsillo del vaquero. Después sacó un cigarríllo de la caja, lo encendió con un mechero que había en la guantera y se lo puso en los labios a Elena. Ésta le guiñó un ojo.
- Gracias, cariño - dijo con sorna. Diana gruñó.
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